Artículo nº 1:
Tíbet: la revancha de Occidente
Andrés Herrera Feligreras. Coordinador de la Red Navarra de Estudios Chinos
Todo parecía apuntar a que 2008 sería el año de China. Se cumple el 30º aniversario de la política de reformas y la celebración de los Juegos Olímpicos sería el símbolo del regreso del gigante asiático a la primera línea de la arena internacional. Sin embargo, tras “revuelta de Lasha” y su repercusión internacional, los observadores ya hablan de la “trampa olímpica” en la que ha caído Beijing.
El objetivo principal del proceso modernizador chino es luchar contra la pobreza y el subdesarrollo del país. Hasta ahora los resultados de este esfuerzo han dejado un sabor agridulce en los cuadros del Partido Comunista. A pesar de que los éxitos conseguidos han convertido China en la segunda economía planetaria, el modelo ha generado profundas contradicciones y desigualdades. Este modelo de crecimiento, que según datos oficiales chinos ha tenido efectos devastadores en el medio ambiente y en las formas de vida tradicionales, ha sido alabado en las Escuelas de Negocios y apoyado por las principales cancillerías occidentales hasta hace bien poco. No obstante, desde 2006 se observa cómo China ha pasado de ser modelo ejemplar de desarrollo a ser el culpable del incremento las materias primas –petróleo incluido–, contaminador mundial, cómplice de sátrapas africanos, infierno de los derechos humanos y, últimamente, represor del pacifismo budista.
El inicio de la nueva política de Occidente con respecto a China coincide con el comienzo de una nueva fase en la reforma económica y de la presencia de China en la política internacional. Una nueva etapa en la que Beijing ha acentuado un perfil independiente, poniendo de manifiesto que busca un camino propio para su modernización y que, en sus planes, no entra acabar formando parte de la periferia de un sistema hegemonizado por Washington, Bruselas y Tokio.
En este escenario de ajuste continuo que es el mundo de la postguerra fría, Occidente activa sus mecanismos de presión sobre China. En este año olímpico los favoritos -pero no los únicos- son los derechos humanos y la causa tibetana.
Lamentablemente, en el campo de los Derechos Humanos, los gobiernos occidentales tienen poca materia con la que impresionar moralmente a China. No faltan ejemplos como los recortes y la violación sistemática de derechos en el mundo tras el 11 de septiembre; actuaciones internacionales irresponsables (Irak) y multinacionales-bandera gravemente contaminantes. Para avanzar en estas cuestiones, es preciso que las organizaciones de defensa de los Derechos Humanos pasen de una actitud de denuncia a una otra propositiva y viable. Pedir a China avanzar en 30 años lo que aquí ha costado 200 años queda bien pero ayuda poco.
La cuestión del Tíbet no se ve igual desde la Plaza del Castillo que desde Tian'anmen. Aquí, el Dalai Lama aparece como un personaje siempre sonriente. Allí no olvidan que, según datos de la Administración estadounidense, hasta 1974 figuraba en nómina de la CIA con un salario mensual de 15.000 dólares. En Pamplona se percibe al exilio tibetano como grupos pacifistas y espontáneos; en Beijing se sabe que ha sido promocionado y apoyado en gran medida por “instrumentos” de la guerra fría como Radio Free Asia o la National Endowment for Democracy. Es frecuente que en nuestros periódicos se afirme que los “chinos invadieron Tibet”, pero se trata de una simplificación de trazo grueso que, además de maniquea, es injusta con los tibetanos -organizados en el partido comunista y ajenos a él- que se sumaron e incluso lideraron el esfuerzo por superar el feudalismo teocrático imperante en el Tíbet de los años 50.
Los problemas en el Tíbet son serios, pero no religiosos. No es que el Gobierno chino haya trazado una política de genocidio cultural, sino que es el propio modelo de desarrollo el que arrasa. En realidad, la cuestión tibetana es consecuencia de la falta de una política de nacionalidades digna de tal nombre.
Las soluciones pasan por el diálogo con el Dalai Lama y, sobre todo, con la población tibetana del interior, y por desarrollar políticas de autogobierno. Occidente debería sustituir sus juegos de espías y de comunicación política por la cooperación internacional en un tema clave para el futuro de China, como es la construcción de un modelo autonómico real. Y en este sentido Navarra, con su experiencia histórica, tiene mucho que aportar.
Artículo nº 2:
Revuelta en el Tíbet
Javier Aisa.Área Internacional de IPES
No cesa la tensión en esta región autónoma y las protestas internacionales se intensifican. Tampoco han acabado las detenciones, la presencia militar y la persecución que el régimen chino lleva a cabo contra sus opositores tibetanos. Dos verdades sobresalen en esta crisis. Por si nos habíamos olvidado, el gobierno de Pekín y sus burócratas regionales y locales violan los derechos humanos. Asimismo, el momento escogido para mostrar la existencia del Tíbet no es casual. Los focos de los Juegos Olímpicos revelan la realidad de China en esta gran región y permiten que la resistencia tibetana -bien defensora de la autonomía o más partidaria de la independencia- adquiera dimensión internacional.
Los primeros protagonistas de las movilizaciones han sido los monjes, a los que se han sumado después grupos de jóvenes estudiantes. Pero, en esta ocasión, la novedad de la protesta respecto a otras (en 1959 y especialmente en 1989) ha sido la presencia de intelectuales, funcionarios de las ciudades y, sobre todo, campesinos y la población nómada. El denominador común es la frustración ante la marginación e imposición que sienten en las relaciones con la administración china y el resurgimiento de una conciencia política común, añadida a la unidad religiosa y cultural.
China ocupó el Tíbet en octubre de 1950. Siempre ha considerado este territorio como “parte inalienable del territorio sagrado de China”, al menos desde la dinastía Yang en el siglo XIII. Pero la expansión del Imperio del centro se hizo mediante la fuerza de las armas y la colonización económica. Los monjes aseguran que existe una continuidad histórica en los diversos reinos tibetanos independientes. La entrada de 40.000 soldados chinos en ese año fue una acción más de la estrategia del régimen comunista para forzar la unificación de la antigua China imperial y por aprovechar la dimensión estratégica de la región (plataforma sobre la India y el sudeste de Asia) y sus abundantes recursos minerales, de madera y agua dulce, que necesariamente habría que explotar.
El Acuerdo de los 17 puntos por el que China aseguraba al Tíbet su autonomía política, la autoridad del Dalai Lama y la libertad religiosa se convirtió con el tiempo en papel mojado. Llegó la insurrección de 1959 y la máxima autoridad espiritual y política del Tíbet se marchó al exilio en Dharamsala, en la India. Desde entonces, la limitación de las actividades monásticas, la “educación patriótica” en las escuelas” y el silenciamiento de los disidentes han sido la norma. No han escapado de la anulación de la libertad de expresión personalidades chinas críticas con Pekín, altos cargos del Partido Comunista Tibetano e intelectuales, entre ellos como Dungkar Lobsang Trinley, el monje autor del libro “Alianza de la política religiosa y secular en el Tíbet”, una crítica marxista de la influencia de la religión en la política; la novelista Wei Se, tibetana que escribe en chino, censurada por “Xizang Biji” (Notas del Tíbet) o el mismo escritor chino Wang Lixiong, antes polemista con los monjes tibetanos, ahora defensor de la liberta de crítica ante los abusos del régimen.
Pekín ha intentando intervenir en la designación de los jefes espirituales del Tíbet e imponer a su propio “panchem lama” sin reconocer la autoridad de los “budas vivientes o tulkus”, a los que ha exigido vivir dentro de las fronteras del Tíbet a pesar del hostigamiento al que pueden ser sometidos. Esta intromisión en la aplicación de la religión es sentida por los tibetanos como una agresión a su identidad cultural, porque para ellos la aparición de sus líderes procede de la reencarnación. Además, la acusación de que las protestas actuales no son resultado de los errores chinos sino de las malas artes del Dalai Lama sólo contribuye a soliviantar los ánimos y a que aparezcan otros dirigentes más radicales que apuestan decididamente y tachan a Tenzing Gyatso de moderado y autonomista. Precisamente, la durísima represión llevada a cabo en 1989 por el régimen chino y el fracaso de diversas negociaciones entre 2002 y 2004, bajo el lema “un país, dos sistemas” (al estilo de Hong Kong) ha demostrado a los tibetanos la intransigencia de Pekín y ha alimentado el nacionalismo tibetano, una combinación de fe religiosa, identidad étnica y cultural y agravios económicos.
Sin embargo, no todo ha sido bondad y armonía en el mundo tibetano. Al contrario, a lo largo del tiempo ha estado basado en un sistema social tradicional, que ha realizado un reparto injusto de tierras en beneficio de los señores feudales y de las autoridades religiosas, y ha sometido a los campesinos a la dinastía jerárquica del clero, sin faltarle las luchas sangrientas por el poder, como a finales de los años 90.
La revuelta en el Tíbet no se debe únicamente a la falta de libertades políticas y religiosas sino a una profunda desigualdad económica de la población tibetana respecto a los “han” procedentes de China. Pekín ha pretendido quebrar los antiguos privilegios de los monjes y modernizar el Tíbet a golpe de enormes cantidades de dinero para financiar carreteras, redes ferroviarias, la administración -con funcionarios fundamentalmente chinos- la industria, la emigración como tierra de oportunidades para la población china y hasta el turismo. Ciertamente, el aumento del nivel de vida es apreciable y la línea férrea Quinghai-Tíbet, de 1.142 kms., desempeñará un papel decisivo en el desarrollo económico. No obstante, la mayoría de las subvenciones son para las empresas chinas y no se protege a la mano de obra local, que padece la suspensión de una ley que aseguraba el empleo a los diplomados tibetanos. Sólo el 15 % de la población tibetana accede a la educación secundaria. Su porcentaje en la administración de la región autónoma ha descendido del 70 % en 2000 al 50 % en 2003. Así, los tibetanos comprueban que el progreso equivale a asimilación, que ese desarrollo es depredador, favorece a la ciudad frente al campo, exige traslados forzosos de la población campesina y nómada (100.000 personas) y la desaparición de las costumbres autóctonas y de su identidad cultural y religiosa. En definitiva, los naturales del Tíbet se quejan de discriminación y marginación y resisten con razón.
El deseo del Gobierno chino, al hilo de las Olimpiadas, es mostrar una imagen de fortaleza económica y de unidad. Sin embargo, la cuestión de las nacionalidades está lejos de resolverse y el régimen se debate entre el “tongyi” -como referencia al sentido histórico de la unificación y de la cohesión que posibilitaron la hegemonía china- y el respeto a la diversidad de los pueblos –recogida en la Constitución- que genera también buena parte de la vitalidad y creatividad de China. Mongoles, tibetanos y iugures se encuentran en desventaja frente al nacionalismo centralizador de los “han” y del Partido Comunista Chino.
Treinta intelectuales chinos, a los que se han sumado destacados tibetólogos, han lanzado un llamamiento al Gobierno de Pekín y al resto del mundo con 12 puntos para buscar la distensión; a saber: libertades de información, expresión y religión; oposición a cualquier acto de violencia, sea china o tibetana; revisión de la política sobre el Tíbet; reconocimiento y diálogo con el Dalai Lama; investigación internacional de los sucesos y exclusión de la imposición étnica sobre las minorías.
Es un buen punto de partida para que la palabra “shidé” adquiera no sólo el significado de método pacífico para relacionarse China y el Tíbet, sino igualmente la tradición de paz, bienestar y no violencia que han soñado la población tibetana.
Artículo nº 3:
La antorcha china
Fernando Armendáriz. Miembro de Amnistía Internacional y profesor del Aula de DDHH de IPES
En abril de 2001 Liu Jingmin, vicepresidente del Comité para la Candidatura de Beijing a las olimpiadas de 2008, afirmó: “permitiendo que Pekín sea la sede de los Juegos, contribuirán ustedes al desarrollo de los derechos humanos”.
A poco más de tres meses de la celebración de las olimpiadas el comportamiento del gobierno chino no deja lugar a dudas: estas palabras han resultado falsas. Queda cada vez más claro que toda la oleada represiva se produce, no a pesar de los Juegos, sino a causa de ellos.
Activistas de derechos humanos y otras personas críticas con la política gubernamental han sido víctimas de la limpieza previa a las olimpiadas en un intento de presentar al mundo una imagen de armonía y estabilidad. Aunque se han producido algunas liberaciones de notoriedad, son muchas más las personas que han sido detenidas por expresar sus quejas o pedir la atención internacional sobre la situación de los derechos humanos en China. Quienes han sido tratados con mayor dureza han sido precisamente los que han vinculado esta situación con la condición de ser el país anfitrión de los Juegos Olímpicos.
El pasado 9 de marzo las autoridades chinas afirmaron haber desmantelado un complot terrorista contra los Juegos Olímpicos, en el que estaban implicadas las llamadas “tres fuerzas del mal: separatistas, terroristas y extremistas religiosos” de la región autónoma de Uigur. La operación se saldó con dos muertos y quince detenidos pero no se han dado razones para sostener esta afirmación ni informado de los planes de ataque que amenazaban las Olimpiadas.
La retórica de la lucha contra el mal y el terrorismo ha sido ampliamente utilizada por el gobierno chino en la región de Uigur contra la minoría religiosa musulmana y las reivindicaciones étnicas, a pesar de que la mayoría de los uigures abogan por la vía pacífica para conseguir sus objetivos.
No queremos Olimpiadas queremos derechos humanos
Este era el lema de una campaña en la que Yang Chunlin, un obrero desempleado de Jiamusi, al noroeste del país, reclamaba derechos para los campesinos expropiados. Consiguió reunir 10.000 firmas y también ser detenido, torturado y condenado a cinco años de prisión por incitar a la subversión.
La confiscación forzosa de tierras a los campesinos ha afectado a 70 millones de personas en los últimos diez años. Es el pago a la modernización de China, que ve cómo aumenta el número de población rural que migra a las ciudades (entre 150 y 200 millones), donde sufren la discriminación generalizada en el acceso al trabajo y los servicios de salud y educación para sus hijos e hijas. Y no es que el resto de trabajadores vean mejorar sus expectativas laborales. El milagro chino favorece a una emergente clase media a costa de obreros y campesinos que trabajan largas jornadas por exiguos salarios en precarias condiciones y sin ninguna defensa sindical. La oficial Federación de Sindicatos Toda China suele permanecer inactiva a la hora de proteger los intereses de sus afiliados y los sindicatos independientes siguen siendo ilegales.
El legado olímpico de los derechos humanos
¿Qué legado dejarán los Juegos Olímpicos para los derechos humanos en China? Las promesas oficiales distan mucho de cumplirse y todo su empeño parece encaminado en silenciar las críticas y reprimir a sus autores. De ahí el control de la prensa extranjera y mucho más la china, sometida a fuertes restricciones y censura. A pesar de la promesa oficial de “total libertad a los medios de comunicación” hecha poco después de conocerse la designación de Pekín como sede de los Juegos Olímpicos, se sigue procesando y encarcelando a escritores, escritoras y periodistas con cargos como “incitación a la subversión” y otros delitos contra la seguridad del estado.
La censura en internet, ahora extendida también a los mensajes SMS, es una constante en la que han contado con la colaboración de empresas como Yahoo y Google. China cuenta con el sistema de filtro y censura con mejor tecnología y de mayor alcance del mundo, que ha llevado a la cárcel al menos a medio centenar de usuarios.
El paso de la antorcha camino de Pekín ha puesto la atención del mundo en la grave situación de los derechos humanos en China, pero debiera aportar también un avance decisivo en su respeto y, tal como establece la Carta Olímpica, poner al deporte “al servicio del desarrollo armonioso del hombre, con vistas a estimular el establecimiento de una sociedad pacífica preocupada por preservar la dignidad humana”
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